En las noches, cuando todo el mundo se había acostado y la casa se encontraba en silencio, se dedicaba a pensar. Para ella era el momento más especial del día. Su mente era un ebullidero de ideas. Tenía tantos planes y sueños que cumplir... Temía que la vida se le quedase pequeña, que no le diese tiempo a realizar todas las cosas que tenía en mente. Se parecía tanto a su abuela... De ella había heredado las ganas de vivir, las ganas de comerse el mundo. Desde siempre habían sido como uña y carne. Le encantaba dormir con ella, con su Tita grande, como ella le llamaba. Y es que a sus ojos siempre fue la persona más inmensa del mundo. No por su tamaño, dado que era bastante bajita (otra cosa que había heredado de ella, por cierto), sino por su increíble sonrisa. Tenía la sonrisa más bonita del mundo. Ni las arrugas que surcaban su cara la desmerecían una pizca. No soñaba con ser una princesa y encontrar un príncipe azul. Soñaba con ser como su Tita. Con ser, al menos, la mitad de valiente que lo era ella. Los ojos de su abuela eran los únicos que le transmitían serenidad y templanza en cualquier momento. Le encantaban. Sus pequeños ojos se empequeñecían aún más al lado de los profundos ojos verdes de su abuela. Irradiaba luz por cada punto de su iris. Irradiaba fuerza y felicidad por cada poro de su cuerpo. Era maravillosa.
Los años han pasado pero mi Tita grande sigue siendo maravillosa. Ya no tiene tanta fuerza para comerse el mundo, ni tiene tiempo para contarle historias a su ya no tan pequeña nieta. Su cara tiene más arrugas y sus manos ya no son lo ágiles que eran. Pero, a pesar de los años, la luz de sus ojos sigue intacta, sus ojos verdes siguen iluminando mi vida.